jueves, 26 de julio de 2012

Colón

Cuando Colón casi no cuenta el cuento
Por Felipe Pigna

La historia-poder gusta de educarnos en la obediencia, inculcándonos desde pequeñitos la idea madre de que las cosas siempre fueron así y así deberán seguir. “Pobres habrá siempre”, decía, en una interpretación recortada de los Evangelios, aquel presidente de triste memoria que se empecinaba en leer las inexistentes “obras completas de Sócrates”. Y decimos recortada porque en Marcos, 14:7, Jesús dice: “Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando queráis les podréis hacer bien”.
En este marco, una de las preocupaciones primarias fue que nos quedara muy claro que Colón descubrió América en 1492 y que a partir de aquel “venturoso” 12 de octubre, la superioridad, la religiosidad y la inteligencia de los españoles no tuvieron más que aflorar para que todos los pueblos que entraban en contacto con ellos los considerasen dioses dignos de sumisión. Se nos presenta a estas sociedades como zoológicas, hablándonos de sus “usos y costumbres” y no de su cultura, de sus “supersticiones” y “mitologías” y no de su religión. Se los calumnia cuando se los describe como poco afectos al trabajo y sólo se hace justicia cuando se los declara “ignorantes” del concepto de propiedad privada, aunque claro, para la historia oficial eso no es una virtud sino un defecto, entrando así en una de sus tantas y groseras contradicciones: se los cuestiona por no valorar su propiedad privada, a la vez que se avala groseramente el despojo salvaje cometido por los invasores contra las posesiones de los pueblos originarios, generalmente de carácter comunal. Ya sabemos que cuando ellos roban se llama conquista y ocupación del espacio, del desierto o expansión del área civilizada. En cambio, cuando los invadidos se defienden se trata de “malones” o “ataques a la civilización”. En conclusión, lo mejor que le podía pasar a esta gente era que muchachos de la “calidad humana” de Colón, Cortés, Pizarro y otros aventureros inescrupulosos la instruyeran en las virtudes de pertenecer al mundo occidental y cristiano, eso sí, como esclavos, sirvientes, encomendados o mitayos.
Pero la realidad se empecina en ser distinta, opuesta a esa versión que, aunque en decadencia, sigue vigente en la actual visión de la historia y la política difundida por las cadenas noticiosas estadounidenses, europeas y, lamentablemente, autóctonas. En ella los habitantes originarios no existen salvo como objeto de curiosidad, cuando son mirados como niños, como agentes del equilibrio ecológico, claramente ciudadanos de segunda. Para que este discurso actual se sustente hay que seguir sosteniendo, aunque modernizada formalmente, la vieja tesis de la conquista arrolladora y borrar de un plumazo los centenares de rebeliones que se produjeron en nuestro continente contra los invasores de todos los orígenes, desde la misma llegada de Colón. Son tantas, pero tantas, que sólo podemos por razones de espacio mencionar algunas. Con orgullo americano, podemos decir que, de 1492 a 1810, prácticamente no hubo un año en que no estallara alguna sublevación de los pueblos originarios; a los que se sumarían, a poco de que el mestizaje diera sus frutos, los criollos.
Estas rebeliones constituyen antecedentes insoslayables para reconstruir la historia de oposición al régimen colonial. La elite criolla que protagonizó el proceso revolucionario de Mayo contó entre sus filas con algunos hombres sensibles y conscientes del problema y de los reclamos indígenas. Ejemplo de ello fue Mariano Moreno, quien dedicó su primer escrito a denunciar la servidumbre a que eran sometidos, en su Disertación Jurídica. Sobre el servicio personal de los indios en general, y sobre el particular de Yanaconas y Mitarios, de 1802. También lo fueron Juan José Castelli, enviado por Moreno para dirigir la primera campaña al Alto Perú, cuando declaró, en Tiahuanaco, la libertad de los “indios”, el 25 de mayo de 1811, y José Artigas al integrarlos activamente en su movimiento de liberación.
Daremos sólo un ejemplo de aquella rebeldía.
El Día de Reyes de 1503, durante su cuarto viaje, Colón, su hermano Bartolomé, su hijo Fernando y 140 hombres estuvieron literalmente a punto de no contar el cuento. Una terrible tormenta obligó a los navegantes de la flota compuesta por la Capitana, la Gallega, la Vizcaína y la Santiago de Palos a refugiarse en la desembocadura del río Kiebra, que actualmente divide las provincias panameñas de Colón y Veraguas. Como era 6 de enero, Colón rebautizó a aquel hermoso río como Belén. Al desembarcar, según relatará el “cronista mayor de Indias y de Castilla”, Antonio de Herrera, encontraron oro que podía extraerse con gran facilidad: “En dos horas que allí se detuvieron cada uno cogió un poquillo [de oro] de entre las raíces de los árboles [...], juzgándose gran señal de la riqueza de aquella tierra sacar tanto oro en tan poco tiempo”.
La codicia hizo lo suyo y el Almirante pretendió fundar el pueblo de Santa María de Belén, pero no pudo. Aquellos eran los dominios de un cacique al que los europeos llamaron Quibián, quien no quería saber nada con usurpadores. Los hombres de Colón preguntaron a los naturales dónde estaba el cacique, a lo que les respondieron Kubien, lo que en lengua local significa “duerme”; pero los españoles malinterpretaron que ese era su nombre.
Bartolomé Colón, con 74 soldados, decidió atacar el poblado de Quibián y, atrapando a la mujer y los hijos del jefe, lograron que éste se entregara, lo maniataron y subieron a un bote a los prisioneros. A los pocos minutos de andar, Quibián se arrojó al agua desapareciendo de la vista de sus captores. A los pocos días reapareció el cacique al frente de sus más bravos guerreros, destrozó las casas levantadas por los españoles, matando a varios e hiriendo a otros, entre los que estaba el propio Bartolomé Colón.
El derrotado “descubridor” debió emprender la retirada como pudo el 16 de abril, fracasando de esta forma el primer intento colombino de fundar una población española en la Tierra Firme americana. Así lo confiesa en la relación de su cuarto viaje:
Asenté pueblo y di muchas dádivas al Quibián, que así llaman al señor de la tierra. Y bien sabía que no había de durar la concordia; ellos muy rústicos y nuestra gente muy importunos, y me aposesionaba en su término. Después que él vio las casas hechas y el tráfico tan vivo, acordó de las quemar y matarnos a todos.

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